Publicado en La Jornada
13 de diciembre de 2024
Foto: Francisco Lion
El estudiante de física Antonio Ortiz era desconcertante para sus maestros. Cuando ponían en el pizarrón algún problema para el grupo, el alumno al que sus compañeros llamaban Gritón –su sobrenombre desde niño– lo resolvía acertadamente por caminos heterodoxos. “Su procedimiento es inusual –le dijo un maestro–, pero el resultado es correcto.”
Esta mezcla de vigorosa intuición e imaginación desbordada, capaz de solucionar desafíos complejos por rutas inusitadas, no era exclusiva de su navegación en las aguas de la ciencia. Fue el sello de su pensamiento y acción toda su vida. Gritonio –como le decían sus más cuates– fue siempre auténtico e irrepetible.
Durante muchos años de juventud, y hasta que se lo robaron en un asalto, usaba sombrero de piel estilo gambusino. Y, desde hace unos 40 años, hiciera calor o frío, vestía, como si fuera su uniforme, unas camisas estilo hawaiano que compraba religiosamente en Tepito. Mucho después, diseñó para la marca Furor, una línea de camisolas y blusas, con estampados extraídos de sus grabados neomexicanistas y colores chinga la retina.
El éxito fue tal que, sin pudor, una tienda departamental impunemente los pirateó. Aunque cambió la física por la pintura a los 22 años, mantuvo una parcela de su corazón (y de su cabeza) en la ciencia. Escribió en las revistas Información Científica y Tecnológica y Ciencia y Desarrollo. Durante más de 20 años, hizo la sección Retos en la publicación ¿Cómo Ves?, en la que ponía problemas de matemáticas y lógica. Como reminiscencia de esta pasión, en su exposición No hay más ruta que la ruta 66, en Trieste, Italia, apostó por superar plásticamente el divorcio entre ciencia y pintura. Su vocación artística le entró por la música.
Cerca de terminar la carrera, escuchó al griego Iannis Xenakis, pionero en la música utilizando computadoras y composición algorítmica. La experiencia lo cimbró. A su modo, mucho después, retomó ese camino y, junto a su compañera, la contrabajista Adriana Camacho, tocó los teclados en el grupo de raíces avantgarde (con influencia de Lamonte Young y SunRa) Cataratas del Niágara, creando paisajes sonoros no convencionales.
La decisión de cambiar de buque se concretó poco después, cuando topó en el Sanborns de la Diana, con Helo aquí que viene saltando por las montañas, de Jerzy Andrzejewsky. “Así que el viejo Antonio Ortiz, el condenado vejestorio, el chivo genial ¡sorprendió una vez más al mundo!”, leyó en su primer párrafo. La novela trata de un pintor octogenario que se llama como él. ¡Era su biografía! Comenzó entonces a pintar con acrílico.
Hizo del catálogo de Politec su paleta y del naif-punk su sello, hasta que viró al neoestridentismo y de ahí al expresionismo abstracto. Su primera exposición, Ventanas, se montó en la galería y librería El Ágora. Consistió en lienzos con trazos estilo zen, que reproducían escenas de la ciudad, vistas desde los alto de un edificio. Su segunda exhibición se puso en el Café De-Morgue, propiedad de Xavi, su amigo independentista vasco. Su estilo cambió radicalmente, pero no el colorido.
Emulando el puntillismo, plasmó sobre pequeñas cartulinas, juguetes de madera y paisajes, acompañadas de marialuisas que eran una continuación de la obra. Las enmarcó en latón. Desde allí, las muestras se multiplicaron exponencialmente, presentando trabajos en continua búsqueda. Sólo durante los dos años que vivió en Guenbelzu (caserío en Navarra de 30 habitantes), sus presentaciones se espaciaron, aunque su producción ganó en profundidad y majestuosidad.
Su mural en Alotepec, en la Sierra Mixe de Oaxaca, en 1988, lo marcó para siempre. Los topiles le ayudaron a poner gesso a 400 metros de paredes y le contaron la historia del Rey Condoy y la ancestral resistencia ajuujk. Sin embargo, al terminar la preparación de los muros, el estómago le dio un vuelco cuando las autoridades le comunicaron que el edificio se veía bien bonito todo blanco y que ahí terminaba su misión.
Habló entonces con la asamblea de los principales y les explicó el motivo y contenido de su pintura: plasmar la organización social de Alotepec en el salón de cabildos del palacio municipal. Tuvo éxito. Se aprobó la ejecución de la obra. Todo un acontecimiento comunitario. Una de sus producciones más queridas es la Antena para cambiar al mundo, objeto de arte con la encomienda de transformar al mundo o ayudar a cambiarlo, a partir de las microvibraciones del color. Nació en una cena con Néstor Quiñones. Se ha instalado igual en el Cideci de San Cristóbal, que en Venecia, Italia.
El primer sitio donde se puso fue en casa de Mónica Mayer y Víctor Lerma. El más reciente fue en su funeral, donde, sorpresivamente, no sucedieron las cosas raras que acostumbraban pasar siempre que se colocaba. Cuenta Antonio: “La idea de la Antena la enlacé al surgimiento de la propuesta del EZLN y del Congreso Nacional Indígena en torno a la formación de un Concejo Indígena de Gobierno y que su vocera, María de Jesús, participara como candidata independiente en las elecciones de 2018.
Pienso que la zapatista es la propuesta política que realmente da una esperanza al pueblo de México para una vida más digna, en la que la educación, la cultura, la salud y un mejor reparto de la riqueza está más que contemplado”. Antonio Gritón estaba profundamente orgulloso de sus hijos Silvestre y Esmeralda. Se movía con La anarquía explicada a los niños metida hasta el tuétano. El pasado viernes, fue despedido con un emotivo rito en el que se dibujó, bailó, declamó y se interpretó música.
La ceremonia fue una especie de muelle, desde el cual, Gritonio abordó uno de esos grandes barquitos de papel fabricados para navegar en el asfalto del Zócalo y acompañar la aventura de La Montaña. Al zarpar, como le gustaba hacer, nos dijo: “Ahí se quedan”.
X: @lhan55
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